miércoles, 2 de marzo de 2011

Me lo dije yo: in memoriam de Frank Woodruff Buckles


En abril de 2007 en un foro/blog con vocación de revista digital quincenal y no sin la indignación de alguno dije esto a propósito del voluntariado, hoy lo traigo aquí in memoriam al haber fallecido el último combatiente de la I GM, cuando precisamente el otro día me preguntaba yo a mi mismo cuantos centenarios de aquella contienda quedarían, mi artículo viene a cuento porque hablo de ese voluntariado que lo es antes de que la edad le obligue :



Frank Woodruff Buckles Nacido el 1 de febrero de 1901 en Misuri, se presentó a varias oficinas de reclutamiento del Ejército de Estados Unidos después de que su país entrara en la Primera Guerra Mundial y logró enrolarse cuando tenía 16 años y medio de edad diciendo que tenía 18. También lucho en la Segunda Guerra Mundial, fue capturado por los japoneses en las islas Filipinas y estuvo prisionero durante 39 meses.{Noticia del ABC}


[Si preguntáramos hoy, en una encuesta, que se entiende por “voluntario”, probablemente, y en el ámbito de la sociedad europea, se nos contestaría mayoritariamente, que es el individuo que desinteresadamente y sin ánimo de lucro colabora o realiza una prestación de carácter social o benéfico en interés de la colectividad, o en un sentido más universal, en interés de la Humanidad. Pero esta definición, aunque creemos válida, no recoge lo que un siglo atrás, y algo menos, la palabra “voluntarios” significaba, y más aún evocaba.El voluntario de hace un siglo era, ante todo, el que comprometido con su país, en defensa del mismo, o comprometido con el ideario de una revolución o sublevación empuñaba las armas sin obligación legal de ello, dando la cara a la muerte y asumiendo, por tanto, el posible sacrificio de su vida.
Esta voluntariedad, ya que significa que no hay obligación o imposición de reclutamiento, necesariamente se ha de referir a jóvenes en edad premilitar, a adultos que ya han traspasado esa edad o a mujeres. Por centrarnos en alguien, y recabado el auxilio de la literatura, aludiremos sólo a los jóvenes. Cierto es que la sociedad europea ha ido renunciando a la ética y estética de una épica, o militarismo si se prefiere, que la condujeron a dos guerras mundiales, hitos significativos del desangrado solar europeo de la primera mitad del s. XX. Pero también es verdad que cualquier momento o episodio de la historia contemporánea se ubica en el tiempo en referencia a la I Guerra Mundial, a la época de entreguerras o a después de la II Guerra Mundial.
Son referencias ineludibles que acompañan las biografías de más de una generación, incluso las de aquellos que no participaron, o ni siquiera las sufrieron directamente. En un nivel similar se podría añadir la Guerra Civil Española de 1936-1939 o la Revolución Húngara de 1956. Sabedores del desastre a que puede conducir el culto a lo épico, la cuestión es reconsiderar la conveniencia de mantener, aunque sea como brasas o rescoldos, cierto espíritu de entrega, que en un momento determinado y necesario, permita el sacrificio por la comunidad. Y ello no sólo porque estrictamente sea necesario, sino también por respeto, homenaje o recuerdo a aquellas generaciones de jóvenes, que generosamente se ofrecieron, hasta las últimas consecuencias, en defensa de su país o de sus ideales, constituyendo el basamento, más o menos próximo, de nuestra sociedad actual.
Evidentemente la paz es un valor supremo, pero nadie destruye las vacunas de una enfermedad que aún no ha desaparecido, y la belicosidad de los humanos seguramente no se solucione con el culto a un pacifismo, que llegado el momento, no sepa plantar cara al atropello y al horror. Esa llamada cultura de la paz, que en su exacerbación máxima conduce al ridículo de desmantelar museos militares, y destruir monumentos a los caídos, ha sido probablemente la causante de que en la última sangría europea, la de la antigua Yugoslavia, se produjese una de las más vergonzosas y bochornosas situaciones, la intervención extra europea para quitar de en medio la inmundicia belicosa y criminal.
Ni los países, ni las civilizaciones, o si se quiere, ni las culturas, no pueden, ni deben, erradicar cierto espíritu épico o batallador, no necesariamente militarista, que llegado un momento permita el sacrificio, como precio por la salvaguarda de los ideales por los que vale la pena arriesgar la vida, aunque sea guardándolo en lo profundo del inconsciente social. Este espíritu de sacrificio es el que hubiese evitado alguna de las páginas negras de la historia militar reciente. Como por ejemplo, la del verano de 1995, en la que una fuerza militar europea entregó indefensa a toda una población civil, a cambio de unos pocos de sus soldados. En otras circunstancias, con otra mentalidad, hubiesen asumido el sacrificio, aunque probablemente tampoco así hubiesen impedido el genocidio de 8000 bosnios de Sbrenica a manos de los serbios.
Es frecuente que referenciemos nuestra biografía a episodios históricos mediáticamente significativos, los que forman parte fundamental de nuestra banda sonora, el decorado de nuestra vida. Recuerdo que durante mi adolescencia eran muy frecuentes en la televisión española las crónicas y reportajes sobre la guerra del Vietnam. Recuerdo especialmente una anécdota de aquella guerra que quedó definitivamente incorporada a mi historia personal. Corría el año 1972 y la noticia era que el ejército norteamericano había descubierto entre las filas de una de sus unidades combatientes a un soldado, que había falsificado sus datos personales. Él tenía tan sólo 14 años, y era “aquel voluntario” de mi misma edad. Para bien o para mal, desde ese momento empecé a ver como más próximo el conflicto y a vincular, aunque fuese por los pelos, a esa guerra con toda mi generación.Siempre me impresionó esa entrega juvenil, que sin tener aún obligación alguna, asume un compromiso voluntario en el que pone en juego su vida.
La literatura tiene abundantes ejemplos de ello. Reparo hoy, de memoria, en dos obras nuestras que en su momento se tradujeron al español. Una es “Muchachos en los tejados” de Tamás Szabó, publicada en Buenos aires en 1959 por editorial Ágora, y la otra, de Józsi Tóth, “Un puñado de tierra negra”, publicada en Barcelona en 1960 por la editorial Luís de Caralt. La primera es un relato autobiográfico de quien con 15 años participó en la revolución de 1956. El nombre es un seudónimo y desconocemos la identidad verdadera del protagonista. Al fracasar la revolución huyó a París donde escribió su relato. La otra obra es una novela, cuya narración arranca con la revolución comunista húngara de Béla Kun y llega, tras largo relato, a la revolución de 1956, donde de nuevo, los participantes en la misma son jóvenes voluntarios.He extraído, como ejemplo, una escena de la narración, acaecida en aquel otoño sangriento en las calles de Budapest, la conversación se desarrolla entre un adulto y un joven voluntario, no más que un adolescente:
“-Y no tienes miedo?- La primera vez que se me acercó un tanque sí que lo tuve, pero ya me he acostumbrado
-No querrás decir que tú también peleas?
-Pues claro. ¿Qué te creías tú entonces? –contesta el chiquillo con orgullo- En la plaza Széna ya me he cargado a dos tanques. (Lo dice con la misma naturalidad como si el destruir tanques fuera una tarea escolar de cada día)” (pág.439)
Pero anterior a esas dos narraciones, y tratándose de nuestro contexto europeo, no se puede prescindir de otra obra, en la que el autor no sólo relata su experiencia como combatiente voluntario en la I GM., sino que también agrega las reflexiones y pensamientos hechos a posteriori en su centenaria existencia. Ernst Jünger (1895-1998) había nacido bajo el signo de Aries un 29 de marzo en Heidelberg, y poco antes de cumplir 20 años marchó voluntario para el frente. Recogió sus memorias en varios relatos hasta que finalmente, en una edición española, se agruparon en una sola obra con el título “Tempestades de acero”, y que desde luego fue materia prima para la forja de su pensamiento posterior. En la nota aclaratoria de la edición señalada (Editorial Tusquets 1998) el traductor Andrés Pascual Sánchez no puede ser más expresivo para lo que estamos tratando: “Como tantos otros centenares de millares de adolescentes en casi todos los países, Ernst Jünger se presentó voluntario para acudir al frente el mismo día que estalló en Europa la guerra”; o como dice unas líneas más arriba, para la generación de Jünger esa guerra “...fue no sólo un suceso capital, sino el verdadero cimiento de sus existencias”.
Pero Jünger no sólo fue un voluntario, sino que fue un pensador más allá de sus memorias de guerra y le encontramos razonamientos que vienen muy al hilo. Vayamos a un ensayo imprescindible entre sus obras, “La emboscadura” (Editorial Tusquets, 3ª edición 2002).
Es una obra sin desperdicio: “La relación que la emboscadura mantiene con la libertad es más estrecha que la que con ella mantiene cualquier clase de armas; en la emboscadura está viva la originaria voluntad de resistir. De ahí que sólo serán aptos para ella los voluntarios. Estos se defenderán en cualquier caso, con independencia de que el Estado los prepare, arme o movilice o no haga ninguna de esas cosas. Los voluntarios dan con ello prueba de su libertad, lo hacen de manera existencial” (pág. 142). Este pensamiento tiene una proyección de más alcance y puede ser aplicable a momentos cotidianos de la vida y no sólo a los heroicos o convulsos, lo cual hace que sirva además de entrenamiento para los momentos más trágicos.
Seguramente el progreso moral y social de los pueblos precise de esa ética de sacrificio de los individuos que los componen, y que en modo alguno ha de encubrir o justificar al criminal; a lo que también alude Jünger cuando señala que el emboscado “...se diferencia claramente en su moralidad, en su modo de combatir, en la gente con que se trata, del criminal; también es importante que esa diferencia esté viva en su interior”(pág.155). Esta última sentencia es una prevención ardua que no se puede esquivar y que exige distanciarse de la barbarie y de los apóstoles de la violencia, que aprovechan los momentos heroicos de los pueblos para satisfacer sus instintos asesinos. Y sin olvidar esta alerta también nos valen retóricas semejantes a las que podemos exigir el mismo compromiso moral, como aquella que señalaba que el grado de peligro en que un hombre vive por su voluntad es la única medida de su grandeza. Sólo aquel que sabe jugarse el todo, puede ganar el infinito; sólo el que arriesga su propia vida, puede dar a su estrecha forma terrestre un valor infinito. “Fiat veritas, pereat vita, que importa que la vida perezca si se salva la verdad ”. (Nietzsche).
¿Qué son los voluntarios sino todo eso? ]





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